El origen de Copelia

Vic Fernández

Qué debería hacer. Me esperan, pero no quiero irme. Ni tan siquiera sé si sigue aquí, bañada, por esta luz de irrealidad. Cansada, también, de que los demás, no perciban la extraña conjura. En el mundo real, hablando, leyendo, dándole sentido al fin y al cabo. Moviéndose, sin sentirse causa, de la inmensa pintura expresionista, que abigarra la atmósfera de este espacio.

La luz agoniza tras la cristalera, como los dedos hastiados de la mano demiúrgica que sostiene la estampa. Largos pasillos, rincones olvidados, fetiches de la intelectualidad, voces lejanas, muertas esperanzas revoleteando como las hojas del patio que comunica con la puerta de entrada.

Sentado enfrente, analizo la discontinuidad entre los dos pequeños universos: Realidad y Copelia. Detrás de los cristales la luz no tiene cuerpo. Flota, fría y suave, inocentemente feliz, antes de atravesarlos. Las palabras y las risas también lo hacen. Apresuradamente, las personas que vienen hacia este lado, donde yo los observo desde un banco, consultan su reloj y explotan, antes de morir en manos de una tentación devastadora: entregarse a una vida distinta, dejarse seducir por la visión. Como la luz, también ellas cambian de naturaleza al sobrepasar la frontera, al cambiar de universo. Y así, la biblioteca no se justifica como centro de estudio, ni los bancos por servir de asiento, ni tan siquiera se comprende por sí sola la centralidad que en este cuadro adquieren las figuras docentes.

No.

El arte es verdadero no sólo, en y para sí mismo y, tal vez por eso, el tiempo sea enemigo, o aliado exclusivo y no general, colectiva y siniestra imagen, de esto que a mis ojos llega como una utópica fotografía. Luego las coordenadas envejecen al atravesar la puerta de cristal. La luz en este lado crea y modela todo a su antojo: objetos, figuras y sombras que instantáneamente se amarillean, como las hojas del ajado libro de poemas que finjo leer para enmascarar mi devoto vouyerismo.

Así los bancos sostienen remolinos de júbilo, palpitantes tristezas en carne viva; la biblioteca es una segunda casa porque, aunque no todos, la mayoría de los tormentos encuentran un verdugo y un bálsamo; y los profesores son los doctores del saber, curan la enfermedad de la ignorancia, con la misma severidad con la que combaten el virus de la arrogancia intelectual y, no conformes con esta vasta empresa, también cambian la jerarquía epistemológica del universo, del que ellos tan solo son una parte mas. Por eso como enseñan a leer, enseñan a comer, a dormir a pensar, a sentir, a escuchar, en definitiva a amar.

Absorto en ese universo, ese mundo, ese cuadro, esa pintura, esa fotografía, pienso que es tan sólo un negativo que, paradójicamente, conforma una existencia paralela y distinta, como la imaginación y el sentido común, habitando ajena a olvidos y bolsas de basura, pero al fin y al cabo producto de mi mente, de mi cuerpo, de mi mano, de mi pincel, de mi cámara ocular y, como tal, se desvanece tan fugazmente como apareció.

 

Luego está el otro lado, el patio que se apodera de pasillos, rincones y fetiches, el mundo que es simplemente uno porque ya tras los cristales la luz no encuentra fronteras, ya la discontinuidad entre el universo de un lado y del otro de la puerta de entrada, es tan insignificante que pasa por ser uno solo: el mismo mundo que me inhabilita como sujeto social, que devuelve mi imagen distorsionada a los otros. Yo, como otro negativo, interesante al principio pero prescindible de irreal en último término.

Obsesionado con ese pensamiento, enciendo un cigarrillo, consciente de que el momento más crítico llegará dentro de unos minutos. Demasiado tiempo sin hacer nada. Quieto, observo, aunque no lleve reloj. En cualquier caso, dentro de un tiempo indeterminado, no tendré excusa para no marcharme; cuando acabe el maltrecho cigarro. Enfrente, el cielo del patio ha dejado de sangrar, por eso, su purpúreo halo desaparece, confundiéndose con la luz que desprenden los tubos fluorescentes a lo largo del pasillo.

No me gusta este mundo, se que es un razonamiento que adolece de egolatría, pero no me importa porque se trata de mi felicidad. El que no brota de las pasiones, de los impulsos racionales, o simplemente de los instintos más primarios. Lo odio, porque no me permite alcanzarla, porque los dos lados son casi siempre uno solo, porque ella no aparece y yo tengo que fingir interés por un por un cartel del cine club. Porque el arte está reservado a un estático circulo de cadáveres, porque, en definitiva, no es mi mundo si no encuentro razón para mostrar mis manos, mi pincel, mi cámara fotográfica. En él, no existen las esperas angustiosamente inútiles y, tal vez por eso, ella estaría junto a mi, sosteniendo con fuerza mi mano entre las suyas, apoyando su cabeza en mi hombro, susurrándome al oído eternas letanías de amor, te echaba de menos, me moría por verte.

No importa si mientras tanto seguimos de pie, parados, indecisos ante a la cartelera del cine club, tampoco que de momento Stella by stairlight sólo sea un lejano murmullo en mis oídos, porque a nuestra espalda, subiendo las escaleras del rellano hasta el final del pasillo, alguien habrá abierto la puerta que lo comunica con el patio y, desde allí, describiendo el recorrido inverso, la última luz de la tarde llegará hasta nosotros ya muerta y fría, profundamente melancólica, lo suficiente para que ella se estremezca y sienta la gélida necesidad de abrazarme.

Pero ahora no estoy allí y por eso me siento tan ridículamente extraño. Sigo de pie y cada sesión, cada título de las películas que leo una y otra vez, es un intento de comprender cuál es el punto exacto en el que se cruzan los dos universos, las dos miradas.

Piso el cigarrillo con la suela del zapato, otro cadáver. Pero cuando cualquier cosa acaba siempre es el principio de otra cosa nueva, o la púdica manifestación de algo que ha permanecido latente, esperando. Por eso, si pudiera darme la vuelta… todo sería distinto, sostenerle la mirada sin el más mínimo rastro de la vergüenza que me provoca caminar como un eterno desterrado. Y sentir que también vale la pena que, aunque sea mínima, abismalmente insignificante, la discontinuidad puede ser posible como un espacio habitable entre las hojas que revolotean en el patio y el aire ligeramente cargado a café y pensamientos secretos que se desliza a veces por los pasillos y las aulas, un lugar donde

 

luz y tiempo admitan mis propios matices.

que es una remota posibilidad, pero para determinados aspectos, en el mundo real, todo es posible. Tal vez por eso sea yo ahora el que se sienta escrupulosamente observado. Víctima de la innata capacidad de los guardianes de la unidad y el orden para detectar a los impostores. Tal vez ya me hayan identificado. Tal vez ya sepan que en realidad sigo en el rellano porque tengo la absurda esperanza de encontrarme con ella. Que por eso llevo un tiempo, tan impreciso como doloroso, parado frente al cartel del cineclub. Y sus centinelas pueden estar detrás, cuestionando la seriedad de mi existencia. Aunque hay algo que todavía me asusta más… girarme y encontrar el amplio rellano, vacío, sin nadie más detenido, esperando absurdamente a alguien, contemplando algún otro cartel.

Debe ser tarde y me esperan. Me marcho. Una vez más compungido por la idea de no ser profeta en ninguna tierra. Cadáver de las circunstancias, camino lentamente. Tal vez porque en el fondo aún guardo una última esperanza. Ya ha anochecido. Desde aquí arriba la ciudad es un gran manto de raso negro con miles de ribetes amarillos. Es una noche hermosa y fría. Casualmente, la siguiente canción del disco que escucho mientras ando es Stella by starlight. La verdad es que no se me ocurre mejor escenario para disfrutar de Miles Davis. No sé por qué pero, a pesar de la temperatura, una confortable sensación de calor me recorre el cuerpo. Es extraño. Como si me ruborizara…

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